viernes, 13 de octubre de 2006

En el Yantuma



La primera vez lo trepé casi con furia, hasta encontrarme de golpe con un verde casi igual de frenético, salvaje, en sintonía vital con el sol andino y el bosque que, contemplado desde sus alturas, me dejó sin aliento y me devolvió la paz. Un año después volví a su cima para exorcizar recuerdos y me encontré, sin querer, construyendo otros. Entonces entendí que puedes transitar, sentarte y detenerte varias veces hasta llegar al mismo punto, y la vista será siempre distinta. Diferentes las sensaciones, las percepciones, los caminos, la propia mirada.



Al lado de un árbol vestido de musgo y bromelias, observo un puñado de casas uniformizadas por tejados que a su vez se confunden entre los ocres de la tierra. Es el poblado de Yacupampa, o pampa del agua, según los estudiosos empecinados siempre en encontrar el significado oculto de los nombres. Estoy de pie en lo alto del cerro Yantuma, situado a 8 kilómetros de la ciudad de Ayabaca, hoy espléndido mirador natural, ayer –según cuenta la leyenda- escenario del épico y trágico final de los aguerridos guayacundos.


Me estremece la ausencia de ruidos humanos, frente a la indefinible pero presente voz de la naturaleza. Mis recuerdos de faldas inconmensurablemente verdes y pobladas del bullicio de la gente, se trastocan con la vista que se extiende hoy ante mi. Es una silenciosa sábana de tenues dorados, matizada por sombras del cielo y de la tierra. Abajo, las arraigadas a árboles flacos como el de mi costado, y arriba, las esquivas de nubes que el viento pastorea.


Observo pasar los vellones: los ligeros, apenas jirones, apenas blancos; los cargados, pero aún luminosos; también los grises, pesados. Mansas, se dejan encaminar hacia el redil. Encajonadas entre el Yantuma (a la izquierda) y el Chacas (a la derecha), pasarán la noche sobre el bosque de Cuyas, hogar de pavas barbadas, de orquídeas, de quetzales y colibríes. Una amiga me contaba que desde aquí arriba alguna vez vio leones, de los de verdad, pero la verdad no le creí. Serán pumas, pensé (y pienso).

Regresemos al rebaño de nubes que pasaba sobre mí y sobre el Yantuma de faldas secas esa tarde. (Como todas las tardes). Ya estacionadas sobre el bosque, empezarán a acomodarse, sumergiéndolo en la espesa neblina, y pronto empaparán copas, hojas, tallos, y resbalarán hasta llegar a la tierra. Y así, la nube se hará agua; el agua hombre, planta, bestia, vida.





Cuando desde Los Cocos - a unos tres minutos de Yacupampa, al lado de la vía principal y en el cruce que conduce a Socchabamba (la tierra madre del bocadillo)- se ve el bosque desaparecer lentamente debajo de los cúmulos gaseosos, no imaginamos que el proceso del peculiar ciclo del agua del ande piurano se está cumpliendo, religiosamente, tal como el orden universal lo dispuso.


Pero la ignorancia no impide disfrutar de una escena mágica. Desde allí (alguna vez) parada en ese punto de denominación tropical, vi llegar a las nubes, empujadas por el viento pastor, amalgamarse y transformarse en un mar oscuro, tempestuoso, denso, profundo e inabarcable (como todo mar) inundándolo todo, convirtiendo a los grandes cerros en islotes negros.


El ascenso



Al salir de Ayabaca, a bordo de un mototaxi (un sol por cabeza advirtió el guía) y llegar a Yacupampa, pensé que mi reencuentro con el Yantuma tendría la misma vía que la primera vez: un camino angosto abierto en medio del monte, de ascenso fácil, (media hora o hasta veinte minutos a buen paso) sin mayores peligros que un resbalón, y sin mayores consecuencias que un poquito más de polvo en la ropa.

Pero el trimovil pasó de largo, y unos minutos más allá se detuvo en Los Cocos. A la izquierda el Yantuma, a la derecha el Chacas. Unos pasos a la izquierda y allí está el atajo para mi desconocido, nuevo camino. Esta vez no subiré al Yantuma para encontrarme de golpe con el bosque extendido a mis pies. Esta vez iré hacia él por el borde de esas mil hectáreas de verde, que a esa hora (poco menos de las 2 de la tarde) aparece cubierto por un casi imperceptible velo de neblina.


Las bromelias adornando troncos retorcidos, nudosos, y abrigados por el musgo serán la constante en buena parte del camino. Pero primero lo será la pared de roca suavizada por las colonias de líquenes, a mi derecha; y el verde vértigo cientos de metros hacia abajo, bordeado de cabuyas florecidas, que asemejan a puyas a escala reducida, a mi izquierda.

Cerca de treinta minutos después del punto de partida, mirando hacia atrás puedo ver diminuto el mirador de Los Cocos, y hacia delante, al fondo, la frontera ecuatoriana. (quince kilómetros nos separan). Minutos después, pierdo a Los Cocos y a la frontera de vista, y me concentro en el sendero.
El camino se estrecha, o la pared de piedra ha avanzado un poquito. Nada del otro mundo. Mi cuerpo avanza cómodamente sin necesidad de malabares, pero no puedo evitar sentir miedo (leve, pero miedo al fin y al cabo). De pronto se ha removido mi antigua e infantil fobia a las alturas, hasta ahora latente.





Un rato más y he alcanzado la vuelta de la esquina. Nuevamente entro a un tramo estrecho, pero esta vez no hay vacíos que me hagan titubear. Una enorme piedra al filo del abismo convierte el tramo en un túnel corto, de roca pura. Allí me reúno con el grupo heterogéneo y alborotado del que formo parte. Por si no lo dije antes, estamos juntos en Ayabaca a la caza de instantáneas. Por el momento, es el vínculo más visible entre nosotros.


Esa roca al aire es la que marca la parada momentánea. Nadie se resiste a treparla. Incluso yo, que gusto de andar por mil caminos aunque no sea caminante, aunque me haya torcido mil veces los tobillos; a pesar de morirme de miedo (lo confieso) por ratos, al borde de la altura. Y el lente de las cámaras, por este momento al menos, deja de apuntar la naturaleza circundante, y nos convertimos nosotros mismos en objetivos mutuos. Y somos posadores, pájaros, pensadores. Por un rato somos lo que nos place ser sobre esa piedra que parece inquebrantable, eterna, al filo del abismo.




La larga pared rocosa llega a su fin y empieza el camino de las bromelias, los arbustos, los helechos. Sendero bonito, que nos conduce hacia una cima que no vemos; también plagado de espinas, diminutas o largas, punzantes todas. El sol serrano es fuerte, y aunque ya estamos a tres horas del mediodía, el calor arrecia. Ahora tenemos de fondo al bosque de neblina por un lado, el collage de los cultivos, caseríos y caminos por otro.


Seguimos avanzando, y ya he perdido la noción de la hora. Recién, por las sombras que se ciernen sobre nosotros, de rato en rato, percibo que las nubes han empezado a moverse, y el tejido del velo, antes vaporoso, va adquiriendo tupidez en las zonas más lejanas.



El reencuentro



El amarillo intenso de las flores y el verde vivo de las bromelias sobre uno de esos árboles de tronco retorcido hacen que me detenga embelesada en una de las mil curvas que ha tenido este camino. Camino un poco más y caigo en la cuenta que estoy en el Yantuma nuevamente, en la cara por la que anduve hace más de un año.


Ya estoy al lado del árbol vestido de musgo y bromelias, y contemplo el puñado de casas uniformizadas por tejados que a su vez se confunden entre los ocres de la tierra, en lo alto del cerro Yantuma.



Un poco más abajo, entre sus pliegues, una señora de cabello largo y faja en la cintura, hila un vellón como los que transitan ahora allá arriba, presurosos, hacia el redil. Aturdida por los “cazaescenas” se detiene. Responde algunas preguntas, mira inquieta hacia el frente, como buscando algo. Al responder su nombre ha completado mi constelación de Marías conocidas ese día.

Pero a María no parece interesarle esta tarde los simbolismos siderales o salir en las portadas de los diarios, ni pasar a formar parte del diario de caminos de los muchachos locos de ese grupo que la atormenta intentando eternizar sus movimientos. A ella le preocupan sus ovejas, porque ya ha perdido una en las garras del “león” (que no es león, es puma, repito mentalmente).




María se aleja, hilado en mano. La mancha de fotógrafos se dispersa también y emprende el descenso hacia el puñado de tejados a dos aguas que forma Yacupampa. Me quedo atrás, intentando probar si en este tiempo aprendí a hablar un poco con los apus, y les pido bajito que lleven un mensaje que no necesita respuesta de retorno.

Lo miro por última vez (la última de esa jornada). El Yantuma que piso hoy ya no está alfombrado de ese verde casi frenético, ni inundado de alboroto humano. Ya no es el de los adioses, los pies descalzos, las miradas huidizas. Ahora, el Yantuma de los aguerridos guayacundos está sereno, trajeado de dorado tenue, casi silencioso.

De Máncora a Cabo Blanco: rastros de sol y mar

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El crepitar de una hoguera y el estallido de olas alborotadas, ocultas tras las palmeras, nos dieron la bienvenida. Llegamos de noche, con la impaciencia de ver salir el sol, sólo por el gusto de atardecer con él, viéndolo perderse no sin antes teñir de fuego mar y cielo, en uno de los siempre distintos -pero igual de inolvidables- ocasos en Máncora.

En los jardines de Las Arenas de Máncora los leños arden, acentuando la sensación de calidez de la noche. Sensación reconfortante, y a la vez extraña para la hora y la época; hace casi cuatro horas, al abordar el autobús, hemos dejado la ciudad de Piura, sumida en un tenue frío y un incipiente gris.

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Un chamán, dotado de varas, espadas y toda la parafernalia afín a su labor nos recibe. Hay que cogerlo con fuerza, exclama, mientras nos frota con bastones similares al que por turnos vamos aferrando. César Cristóbal Silva Quiroz, facilitador de salud intercultural –como señala en su tarjeta de presentación- lanza sobre cuerpos y rostros, aspersiones de tragos de confuso olor a hierbas y perfume.

Nos dejamos hacer, entre divertidos y escépticos, con una incredulidad que parece quebrarse al término del ritual, con el mensaje al oído que deja abierta la duda, dicho por este oficiante popular, curador de males, ahuyentador de espíritus negativos, y hechicero de la buena fortuna, según los creyentes de estas artes.


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Amanece. Generoso, extiende sus brazos con intensidad desde que asoma por el horizonte. El sol esa mañana ha decidido honrar la fama norteña, y la del departamento de Piura en especial, de ser la zona donde el calor es eterno. Estamos en la provincia de Talara, en el distrito de Máncora, en el sector conocido como Pocitas, a quince minutos del pueblo, listos para empezar a recorrer un pedacito del norte, en dirección sur.

Abandonamos el hotel no sin antes bajar a la playa y tener un primer contacto con las olas, ya menos turbulentas que la noche anterior, ya casi tibias también. Cogemos la vía afirmada, siempre de cara a un mar de tonalidades cambiantes, por ratos azul opaco, otras luminoso, por retazos verdoso, sin dejar de ser impresionante y atrayente. Para tener ganas de lanzarse de cabeza en sus aguas no hace falta canto de sirenas: es autosuficiente.

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Hacemos la primera parada en Vichayito. Antes hemos apreciado, a vuelo de pájaro, el límite natural entre el distrito de Máncora y Los Órganos. Una línea rocosa en el mar, basta para señalar el fin de uno y el inicio de otro, aunque fuera de eso, el espectáculo sensorial mantiene la misma tónica: mar, arena y aire limpios, sin ruidos molestos, y con palmeras salpicadas por un lado y otro, dándole marco a las casas y hospedajes abiertos a lo largo del litoral, y multiplicadas desde que empezó el nuevo “boom” de las playas norteñas, gracias a políticos y surfistas.

Vichayito Bungalows de playa nos permite husmear en sus instalaciones. Acogedor, con sus habitaciones palafitos, fabricadas con materiales naturales, armoniza con el entorno. En la parte alta, la piscina para quienes prefieren sólo contemplar el agua salada, o como plan de contingencia cuando el océano está de mal humor y expulsa a los intrusos a maretazos. La administradora comenta que no hay red de energía eléctrica, pero esta falta se suple con generador. La conexión celular no falta, según pudimos comprobar en la pantalla del móvil (dato interesante para los que no tienen el valor de desconectarse y disfrutar sin atenuantes de una antesala del paraíso).


¿Dónde están los merlines?

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Seguimos nuestro paso fugaz y casi resignado por tener que ver sin tocar fragmentos mágicos de nuestro mar, cada uno con su cuota propia de cuentos y tradiciones, de los que oímos apenas el comienzo, cuyo contenido adivinamos y con desenlace muchas veces imprevisible.

Observamos intrigados hasta que nos duele el cuello de tanto torcerlo, a El Encanto, “apu” costero, baúl de mitos y supersticiones locales, en especial de los hombres de mar, que lo miran con una mezcla de miedo y respeto, “de lejitos nomás porque que a veces gusta de atrapar gente en su vientre, para no soltarla más”.

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Y en esas estamos, todavía imaginando los misterios de El Encanto, cuando nos detenemos ya en Cabo Blanco, ubicado aproximadamente a 25 kilómetros de nuestro punto de partida. Pueblo con pinta de olvido, contrastante con sus olas muy de moda, punto de encuentro de tablistas de diversas banderas, pieles y lenguas. Por allí aterriza, de vez en cuando y sin aviso, “caleta nomás”, Sofía Mulanovich, la campeona de la serena sonrisa y de pocas palabras, a entrarle con su tabla a los tubos de la mejor playa de Latinoamérica, a decir de algunos entendidos en este deporte.

¿Dónde están los merlines? Por fin podemos soltar la pregunta que tenemos en la punta de la lengua desde que Belén, nuestra guía, nos anunció la visita a Cabo Blanco. En 1950 esta caleta fue también un “point” de lo más cosmopolita. Personajes de todo el mundo llegaban hasta ese lejano pueblo del norte del Perú, a la caza del merlín negro y otras especies marinas de gran tamaño.

Hasta allí llegó Ernest Hemingway, en 1956, movido por el afán de ver la materialización de uno de sus demonios, salido de las entrañas del mar: el pez espada que tanto atormentara al viejo de su laureada novela. Cuatro años antes, el Fishing Club de Cabo Blanco había hecho noticia con un récord mundial: la pesca del merlín más grande del mundo, de 702 kilos de peso. Lugareños y surfers aseguran que la marca aún no ha sido rota.

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O la pesca indiscriminada arrasó con la especie, o los merlines, cansados de tanto acoso, decidieron llevarse la fiesta a otra parte. Lo cierto es que de aquella época de esplendor quedan sólo recuerdos, y los fabulosos peces de puntiagudo apéndice, de esa descomunal contextura no han vuelto a dar la cara por esas aguas.

Sin embargo, mientras nos dejamos mecer por las olas–en ese momento suaves y heladas- mantenemos la mirada fija y aguzada por un largo rato, pensando quizás en que un golpe de suerte nos llevaría a avistar la respuesta a nuestra interrogante.

Ver para creer. La frase atribuida a Santo Tomás sale a flote, y el dicho cobra fuerza, ante la contemplación de las fotografías en blanco y negro que acompañan las palabras de Pablo Córdova, hoy regente del restaurante Cabo Blanco y barman del Fishing Club de antaño, el barman que es la prueba viva de que la época dorada del club de pesca de altura, Hemingway y el merlín negro existieron, y alguna vez fueron parte de la vida de ese pueblito con pinta de olvidado pero con olas de moda que es Cabo Blanco.


Los mil y un potajes de Harry Schuler

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Estamos de regreso en Máncora. Con los ojos algo adoloridos –pero no hastiados- de tanto admirar la belleza verde azul del jirón de costa recorrida. Exhaustos, hambrientos. Hemos dado unos cuantos pasos en la serenidad del Punta Ballenas Inn y Harry Schuler, nuestro anfitrión, sale a nuestro encuentro con la carcajada limpia, el comentario picante y la mano franca. Todo un personaje, por su vida y por su historia; y no deja de despertar una especial emoción verlo después de haberlo “conocido” contado y compartido por el inigualable Alfredo Bryce Echenique.

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La vista desde su hospedaje, directa al mar, es bella, aunque ya a estas alturas de la ruta la mención de la belleza parezca redundancia (ver para constatar, les aconsejo). Al volver la mirada hacia el interior, el panorama no es menos placentero. El ingresar al bar, con sus decenas de mandíbulas de tiburón, gorras, placas de autos, artesanías, produce la sensación de haber entrado a una mezcla de barco pirata y rincón de viajero.

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La charla, la actitud y el ambiente que rodea Harry, afincado hace 21 años en Màncora, invita a ponerse cómodo y dejarse agasajar. En el comedor, la mesa salpicada de pétalos,y los amplios ventanales enmarcando el mar, son buenos augurios de lo que se viene. Pulpo, pescado, langostinos y calamares, llegan reunidos en el imprescindible plato de apertura: el ceviche.

Casi de inmediato, ya está en nuestros paladares el pulpo al olivo: suaves la textura del molusco y el sabor de la salsa; un delicado rastro de aceituna, suficiente para agradar incluso a quienes no gustamos de este fruto.

El chef ha prometido no detenerse hasta que los comensales lo soliciten. Pero antes de que alcancemos a decir basta, surgen como sacados de la manga más platillos: Tierra y mar, una combinación de chicharrones de especies marinas y terrestres de tono criollo; los langostinos en salsa de naranja y kión ponen la nota oriental; el enrollado de pescado en salsa de langostino nos deja exhaustos; y el tacu tacu de mariscos simplemente nos hace caer sin remordimientos en el quinto pecado capital.

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Y cuando la maratón gastronómica parecía ya cerrada, Harry demostró que no se le escapa nada: Su pie de maracuyá y la copa de anisado nos devuelven la ligereza del inicio, y hasta nos deja sentir que podríamos empezar sin pereza una nueva ronda por las nunca totalmente recorridas rutas y los interminables sabores de Piura y el Perú.