A golpe de vista su aspecto resulta aterrador. Por lo menos a mi me hacía temblar cuando de niña me cruzaba con algún ejemplar. Creo que era una especie de tembloroso y aterrado respeto, al contemplar a ese dinosaurio en miniatura, de piel tosca y escamosa, y taladrante mirada.
Con el transcurso de los años, al observarlos con detenimiento, y verlos andar sin prisa, recibiendo baños de sol, o correteando a su pareja entre los árboles, el terror fue desapareciendo, para convertirse en simpatía. Algunas veces hasta me ha parecido verlos sonreir, y posar coquetos ante el lente, invitándome a acercarme sin temor a que me caiga un latigazo con su poderosa cola.
Hace muchos años, era frecuente encontrar a los “pacazos” -nombre que los piuranos damos a la iguana- inmóviles, entre dunas y malezas, disfrutando del eterno calor de Piura. Sin embargo, la creencia popular que le atribuye poderes curativos a su grasa, ha ido mermando las poblaciones de pacazos. También su creciente popularidad como mascotas exóticas los ha sacado de su hábitat para ubicarlos en jardines de zonas urbanas.